Por María Carolina Araújo Reinemer
Todo empezó desde el día que la escena de punk de Bogotá se reunió a hacer un concierto para la tolerancia. “Llégate a la casa, parchamos un rato y luego vamos al concierto” dijo Samuel cuando aún pensaba que era raro que quisiera ir. Llegué a su conjunto y me dirigí a su casa. Mientras caminaba, había un montón de colores que se encontraban en el fondo, verdes, rojos y amarillos. Se trataba del color del pelo de los amigos de Samuel y de sus jeans teñidos. Me deslumbré recordando esas mismas gamas cuando iba de pequeña a ferias y parques de diversiones. Saludé y nos fuimos. Llegamos al barrio Cedritos y pasamos por un CAI que se encontraba en toda la 19. Una cuadra después nos bajamos y Carlos dijo “putos tombos malparidos”. Él pensaba que los policías muchas veces no hacían su trabajo bien y eran el ejemplo perfecto del abuso del poder. Llegamos al lugar y el hombre que se encontraba en la entrada me miró con rareza. Con rabia. Samuel le dijo que iba con él (desde hace rato que tenían sus encontrones) y frunciendo el ceño me dejó pasar. Aquel hombre tenía un aspecto gracioso, era tan grande que parecía un trol (hasta la torpeza se le asemejaba), y su ropa era tan pequeña que parecía que se la había cogido al hermano pequeño de 7 años. Pero en fin, lo más gracioso fue indudablemente la cara que puso cuando Samuel (siendo más pequeño) lo calló. Claramente el trol le quería meter la mano. Claramente Samuel se la hubiera respondido.
El concierto estaba bien organizado, las bandas, los espacios. El espacio era amplio. Muchos de ellos fumaban marihuana. Claro. Era necesario. Todo era tan rápido que se necesitaba de algo que hiciera de la situación algo menos acelerado. El ambiente se sentía tenso, algunos podrían decir que en ocasiones ellos pueden ser hasta politiqueros, y si te ven con un jean Levis o un saco Abercrombie instantáneamente vas a ser el centro de allí. Rabia. Adrenalina. Vida acelerada. Propósitos.
Había un pasillo largo de paredes blancas. Al fondo estaban unas personas que fumaban y fumaban y fumaban. Una pareja peculiar. El hombre con los ojos idos y chiquitos. Estaba en otro lado, menos allí, fumaba lentamente. Pensaba que el humo se veía lindo saliendo por el aire. Quisiera él que fuera de colores. Tal vez fue uno de los pocos que no estaba tan “activo”. La mujer. Con los labios abiertos y la frente arrugaba le decía algo gritándole fuertemente. Su desesperación provenía del sentimiento que cruza la moral y la envidia. Ella no fumaba, pero ver en ese estado a su novio le provocó la necesidad de regañarlo sabiendo en su interior que ella también quería ver ese humo bonito saliendo de su boca. A la izquierda por una entrada sin puerta estaba “el concierto”. En la tarima había una banda. 5 personas. El vocalista, alto y flaco. Inclinaba su cabeza y pateaba haciendo ritmo con cada compás de la canción. Esos golpes musicales le daban la adrenalina suficiente para hacer un buen manejo escénico. Vaya que lo hacía. Los instrumentos sonaban tan fuerte que no se podía escuchar bien la letra, ni su “melodía” pues aunque ésta evidentemente no se cantaba porque sólo se veía al hombre gritar, parecía tener un ritmo. Que ignorancia la mía. Ellos claramente pensaban diferente. El bajista y el guitarrista principal se acercaban mirándose. Ambos con el pelo largo hasta los hombros y la misma estatura, bailaban de un lado al otro moviendo los pies, acariciaban los instrumentos. De alguna forma me parecían una imitación chibchombiana de los “Ramones”. El pelo, la pinta, los instrumentos y sobre todo la música. El que tocaba la segunda guitarra se acercaba constantemente al público, sobre todo cuando sonaba el coro que emocionaba a todos. Esta banda sí que era popular dentro de esa escena. Pateaba y movía la guitarra con gran exageración de un lado al otro. Frente a ellos, había un gran espacio, en donde muchos entraban a “poguear”. Se intensificaba en las partes instrumentalmente aceleradas. Cuando “bailaban” los rostros de estas personas formaban tantas expresiones como si cogiesen toda la fuerza interna que tenían para soltarla con puños y patadas. Era pura demostración de ira. Meterse en el pogo despierta muchas sensaciones. Había ritmo. Había música. Había rabia. Samuel pensó que estaba loca al meterme por lo cual me regañó. Pero valió la pena. ¡Wow! Que experiencia.
Había un problema. Desde el otro lado se observaban unos señores gorilas parados en la entrada. La mayoría tenían las cabezas rapadas y bates en la mano. Skin Heads. Llamaron a los de adentro y de repente la escena se asemejaba a un documental de Discovery Channel mostrando una avalancha de animales. Samuel volvió y le pregunté qué pasaba. Al parecer los Skin tenían un problema con una banda. ¡wow! Parecía o bueno me sentía una protagonista de una escena de “Historia Americana X”. Los punkeros empezaron a gritarles que se fueran. Éstos se fueron. Todos entraron y el concierto siguió. Un mal final para lo que prometía una buena historia.
Unas mujeres empezaron a pogear. Patadas por allá, puños por acá. Los aires se sentían cada vez que la mano rozaba con el viento por la fuerza del movimiento. Intente seguirlo. Pero evidentemente no sabía lo que hacía. Todo pasó en cámara lenta. Los personajes ya no eran rápidos. Todo era muy lento. El concierto cambió. Entendimiento. Contagio. Sólo quería devolverles los puños. Liberación de ira. Catarcis. En Colombia sí que se vive la ira. Todos los días se ve rabia por todos lados, el señor que le pita a uno en el carro, el taxista que se mete, el bus que se atraviesa para recoger a alguien y el carro de atrás que echa el madrazo, el que se cola en una fila y los demás se molestan. El pogo, la música, el punk, ayudó a liberar la ira. Acabó el día, acabó el concierto. Acabaron por ahora los sentimientos reprimidos de todos los que asistieron. Punk, punk, punk. Sí que te mal interpretan, sí que nos puedes ayudar a los colombianos a liberarnos.
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